Ya hace cien años que una Señora de brillante luz blanca, de pie sobre las ramas de una encina, se apareció a tres pastorcillos en la Cova de Iría. Era un 13 de mayo de 1917, en Aljustrel, pequeña aldea de Fátima, donde Lucia dos Santos y sus primos, Francisco y Jacinta, se hallaban rezando el Rosario mientras guardaban su ganado.
Era una hermosa Señora, vestida de un blanco resplandeciente, con un cordón de oro que, desde su cuello, llegaba hasta sus pies, esos pies que, tan levemente, parecían rozar las lanceoladas hojas de la afortunada encina. Y de sus manos, en actitud orante, colgaba un Rosario de cuentas a semejanza de perlas.
Porque Ella se dio a sí misma ese nombre: Yo soy la Virgen del Rosario.
Esa Virgen blanca, de manifiesto Corazón, que trajo al mundo un mensaje: la salvación de la humanidad a través de la plegaria, la consagración a Ella, el rezo del Rosario y el sacrificio por la ansiada noticia de la paz. En la inmensidad del firmamento apareció el sobrenatural disco solar, que pintó de colores las nubes en el milagro de todo lo cotidiano.
Porque Dios quería establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María.
La Virgen le había revelado a Lucía: Yo no te abandonaré jamás.
Desde esa esperanza, en la Capelinha de la gran basílica de Fátima, la Madre nos sigue protegiendo con las acurrucadas rosas de su Santísimo Rosario.