A la memoria de todos los que se nos han marchado, a todos los que la muerte nos ha arrebatado.
A todos aquellos que siguen viviendo en nuestro pensamiento y en nuestro corazón. En el fondo de los recuerdos permanecen sus nombres y sus amados rostros. Para todos nuestros seres queridos, presencias invisibles, pero reales.
Recordando el último abrazo, la última mirada. Sólo queda el amor que hemos dado y recibido, todas las veces que hemos ofrecido y recibido un: ¡te quiero tanto!
Y es que, afortunadamente, nunca dejamos de ser humanos y nos aferramos a ese manojo de recuerdos tan nuestros. Su partida, inevitable, nos sigue doliendo como una quemadura y nos tragamos las lágrimas con el alma hecho jirones en el torbellino de la vida. Y parece que nos sentimos como extraños en el caos del universo, cuando la muerte se ha colado en nuestra casa, sin pedirnos permiso, acaso un insignificante parecer, por decir algo, por considerar que somos importantes para ese alguien. Porque esas cicatrices nunca se borran.
Sólo queda recordar intensamente, agradecer cada minuto compartido y fundirse, como un amante, en un abrazo estremecido y eterno.
Menos mal que aún nos queda la esperanza de recobrarlos más allá del espacio y del tiempo.
Allí, en ese banquete tan espléndido del Vino Nuevo en el Reino de los Cielos. Allí, estate seguro, se nos dará todo, todo menos el olvido.