No deja de asombrarme el empeño de Dios por humanizarse a través de la carne de María, sin esa verdad, el mundo estaría perdido.
Cuando el Señor resucitado hubo subido al cielo, los apóstoles regresaron a Jerusalén y, acompañando a María en oración, esperaron todos la venida del Espíritu prometido. Espíritu santificador, el Auxiliador que les llevaría a las calles y las plazas para predicar el Evangelio.
Jesucristo escogió a su Madre para acompañar a los creyentes en el camino de la fe, para que Ella mantuviese vivo el fuego del hogar de los hijos de Dios. La Madre viene a ser como un rescoldo, Virgen Santa, Maestra de Vida que, en vigilante súplica, aguarda con todos nosotros la segunda venida del Señor.
El resplandor del último y definitivo Pentecostés iluminará todo lo que ocultan las tinieblas y los poderes del mal. Sólo entonces, aparecerá en el cielo un jinete blanco revestido con un manto empapado en sangre, el Rey de reyes y Señor de señores. Ese será el día de la victoria final.