Y notó que la piedra del sepulcro había sido removida. Aquella mañana de primavera María Magdalena se había adelantado a las demás mujeres. El cuerpo de su Amado no estaba allí, ella misma le había visto morir, ella conocía la noche y sus abismos. Ella, que ungió la carne del Mesías con un frasco de perfume exquisito, lloraba sin consuelo. Ella sollozaba, la que habría de ser la pregonera de la alegría pascual, la que llevaría, desde siglos, el apelativo de Apóstol de los apóstoles. Como escribió el dominico Gil de Godoy: Las lágrimas de María Magdalena fueron Agua de Bautismo. Porque, en verdad, a ella le había sido otorgado el don de la purificación desde la Sangre que manaba del costado abierto del Redentor donde encontró su renacimiento como mujer y como discípula.
Y Él la llamó por su nombre: ¡María!. Y se echa a sus pies en acto de adoración, ¡oh, Rabbouni!. Pero el Resucitado le dice: No me toques, no te acerques a mi. Misteriosa respuesta que nos parece despiadada para un gran lamento en la ausencia. Ya no queda más que la fe desnuda. Ver a Dios, tocar la divinidad, todos soñamos con eso.
Los Evangelios canónicos son parcos a la hora de aportarnos datos sobre María Magdalena, lo común es asociarla a la imagen de una prostituta arrepentida y penitente. En el Evangelio apócrifo de Felipe se dice que Cristo la amaba más que a todos los discípulos y que solía besarla a menudo en la boca. Este gesto del Señor no tiene que sorprendernos, muy al contrario, nos remite a una intimidad profunda entre sus almas, a la entrega de la sabiduría y del logos, a la revelación de sus secretos.
La Bienamada del Señor, la Elegida, Mujer de Resurrección. Y yo no quisiera morirme sin que el Papa declarara un año dedicado a Santa María Magdalena.