Podría ser en un día cualquiera: una carta, un abrazo, la llamada de ese alguien anhelado, una flor, un leve roce y el perfume evocador de un recuerdo de la niñez. Y percibimos entonces, la grandeza y la fuerza que tienen los detalles. Esos son los milagros que no se ven. Basta con que atesoremos en nuestro interior una mínima sensibilidad
Ahí, en ese trasfondo inconfesable, guardamos nuestros secretos más humildes, lo que nunca podremos borrar del alma. ¿Por qué, pese a las apariencias, nos atrae tanto lo pequeño? Parafraseando a San Agustín, con toda razón, podemos afirmar desde nuestra propia experiencia que Dios, en su infinita misericordia, es grande y poderoso en las cosas grandes pero, en las cosas pequeñas, Dios es máximo, admirablemente supremo en lo pequeño.
No hay mejor melodía que la de los pequeños milagros que sentimos y no sabemos definir, esos pormenores que llegan hasta el corazón y se quedan con nosotros y, cuando menos lo pensamos, afloran y nos confortan.
¿Qué son los milagros, al fin, sino aquello que recordamos a pesar del tiempo? Eso deber formar parte de la felicidad. Nada especial pero, esos momentos, lugares y personas son los que nos hacen beber, sorbo a sorbo, la vida.
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