En verdad que el grandioso templo que Salomón mandó edificar debía de ser asombroso. Su padre, el rey David, había ido guardando bronce, piedras preciosas, madera, mármol y hierro, además de tres mil talentos de oro y siete mil de refinada plata. Grandiosas piedras fundamentaron todo el edificio que se iba construyendo en el Monte Moria o Monte Sión. Artesonados de madera de cedro, paredes hermosísimas que resplandecían con el fulgor del oro, ese oro que, por escasear en Palestina, fue importado de Ofir, famosa por la calidad de su oro, su plata, marfil y el mágico sándalo. Incluso nos asombra cuando se dice que, hasta el mismo suelo, se hallaba revestido con planchas doradas. Por todo esto, no resulta chocante que, con toda propiedad, el Templo de Jerusalén sea también llamado Casa de Oro.
El oro es el más preciado de los metales, siempre mantiene viva su belleza, no se oxida, es brillantísimo y, desde antiguo, base en la acuñación de las monedas. Bien sabemos que las riquezas de las naciones se siguen midiendo por el oro que poseen. Este, el más noble de los metales, representa la abundancia y la dignidad. A pesar del paso del tiempo, el oro permanece inalterable, como lo perfecto, como lo eterno.
María es oro por su esplendorosa belleza, humildad y sabiduría. La Madre brilla para nosotros y nos ilumina el camino entre las tinieblas del mundo.
El oro también significa permanencia. Ella es refugio constante para todo el género humano, atalaya que avisa y protege a los que navegamos en este proceloso mar de la vida. Porque, aunque fue preservada del pecado original, no quedó exenta de atravesar la noche de la fe y de sufrir la espada del dolor que, con tanta elegancia, aceptó como Corredentora.
Por eso y por mucho más: ¡Domus Aurea, ora pro nobis!